Por snedecor
En realidad no hace tanto, pero parece que queda ya muy lejos. No acabábamos de entender muy bien el porqué de los tres tiempos, pero todo lo demás nos apasionaba: las acrobacias, los botes traicioneros, las faltas directas sin barrera… y las cheerleaders en bikini y el ambientillo pachanguero de las gradas, para qué negarlo. Ver a las viejas glorias regalándonos sus últimos destellos de clase en aquel entorno desenfadado tenía su puntillo; nuestro lado oscuro reconocerá que también disfrutaba viéndoles echar el bofe mientras luchaban agónicamente para desplazar sus piernas (y sus barrigas) por las traicioneras arenas de Alicante o Montecarlo. Normal que al lado de aquello el fútbol indoor nos resulte insípido.
Kilómetros y kilómetros de costa y una enfermiza pasión por el balompié: teníamos todo para ser una potencia del fútbol playa, y lo fuimos durante un tiempo. En aquellos maravillosos años en España se celebraba un circuito patrocinado por DYC, una serie de citas por las principales playas del país abiertas a todas las pandillas que quisieran participar y que la Selección usaba para descubrir nuevos talentos. De ahí salieron, entre otros, los gallegos Roberto Valeiro, Nico Alvarado y Ramiro Amarelle: anónimos futbolistas de septiembre a junio pero a los que la playa y el verano transformaban en un portero de nivel mundial, un cierre capaz de marcar diferencias tanto en defensa como en ataque y uno de los mejores jugadores de la corta historia de este deporte.
Tres nombres que se quedaron grabados en nuestra mente a fuerza de ver por la tele infinidad de partidos de Ligas Europeas, Campeonatos de Europa y Mundiales oficiosos, aunque nos costara entender a qué competición correspondía cada uno. Con ellos y unos Salinas, Míchel o Quique Setién dispuestos a comerse la arena (algunos más literalmente que otros), desde el 97 para acá la España de Joaquín Alonso consiguió ganar tres Ligas Europeas y dos Eurocopas, ser cuatro veces subcampeona mundial y llegar a otras cinco finales continentales. Tiempos felices que poco a poco han ido quedando atrás y que ahora recordamos con la serena melancolía con la que evocamos los amoríos estivales: fue bonito, pero ahora estamos a otra cosa.
Mi primera teoría sobre el paulatino arrinconamiento y olvido al que hemos sometido al fútbol playa dice que el invento empezó a fallar cuando Suiza comenzó a ganarnos más veces de las tolerables. Siguiendo un lógico proceso mental pensábamos que un país sin mar no podía jugar bien a eso, pero un puñado de chavales helvéticos que ni siquiera tenían a un Turkyilmaz o un Chapuisat para dar colorido a su equipo nos fastidió un par de campeonatos. Hasta entonces sólo nos ganaban Brasil (siempre) y Francia y Portugal (de vez en cuando), pero no nos importaba demasiado: al fin y al cabo los brasileños eran los dioses de la playa y con nuestros rivales europeos jugaban los hermanos Cantona y ese tal Madjer que rivalizaba con Amarelle por ser el mejor del mundo, así que hasta en esas derrotas había siempre algo con lo que entretenerse, ya fuera una chilena imposible o un calentón de King Eric.
Pero los suizos eran sólo eso, suizos. Más concretamente, unos suizos desconocidos y aburridos que nos ganaban. Y tras los suizos llegaron los rusos y los ucranianos, y la cosa dejó de tener gracia. El fútbol playa se había expandido y profesionalizado de golpe: los afamados exfutbolistas ya no marcaban diferencias y eran un lastre para los equipos, pero sin ellos el interés de público y televisiones se vino abajo. Y ni siquiera el bueno de Amarelle pudo levantarlo. Porque para el público español el fútbol playa siempre ha sido puro entretenimiento, espectáculo y diversión. Nunca lo vimos como algo serio y, seguramente por eso, cuando se volvió serio dejamos de verlo.
La otra teoría, más prosaica, viene a decir que si dejamos de ver fútbol playa fue porque con esa profesionalización los organizadores se subieron a la parra con el precio de los derechos televisivos. Vaya usted a saber. Pero que ya casi no salgan por la tele no quiere decir que las arenas hayan sepultado las porterías. Hoy, amén de los torneos organizados por ayuntamientos y asociaciones locales, y mientras la RFEF decide si monta una liga como en Italia o se conforma con su campeonato territorial por comunidades, el circuito nacional sigue existiendo, aunque alejado de los focos y cámaras de televisión y casi hasta de los patrocinadores. Beach Soccer Worldwide, la empresa que impulsó el deporte en todo el mundo (y que aún sigue encargándose del negocio, ahora de la mano de la FIFA) todavía tiene su cuartel general en Barcelona, y hasta el Barça tiene sección y participa en el Mundialito de Clubes. Pero sólo Eurosport nos recuerda de cuando en cuando que en España sigue habiendo gente que se dedica medianamente en serio a esto. El último título de la Selección llegó en 2009 (que levante la mano el que recuerde haberse enterado entonces), y al Mundial de 2011 ni nos clasificamos. Ya nada es lo que era.
Bueno, nada no. Hay algo que no cambiará. Aunque la ley de costas y la puta crisis dificulten la organización de grandes eventos, ahora que ha llegado el veranito todos sabemos que cuando vaya cayendo la tarde, cuando el sol apriete menos y la arena deje de arder, en cualquier playa medianamente concurrida del país habrá una pachanguita esperándonos. Con su gordo, su crack, su niño y hasta su guiri quemado, como siempre ha sido y siempre será. Porque seguimos teniéndolo todo para ser una potencia mundial en esto del fútbol playa: sólo hace falta que nos lo tomemos en serio. Aunque nos cueste, a nosotros y a las teles. Tweet