A Roberto Saviano, el periodista Italiano que le quitó la careta a la Mafia, andan buscándole desde 2006 las parazas para darle matarile a la mínima que se descuide. Duerme en hoteles de una noche, en cuartuchos de comisarías, con olor a pies y de fondo, la narración de algún partido del Calcio.
Apenas dura unas semanas en eso que usted y yo conocemos por nuestra casa, por nuestro hogar. En cuanto algún vecino se entera de que el Salman Rushdie italiano protege sus huesos en su inmueble, debe cambiar de domicilio. En Milán. En Palermo. En Perugia. Su hogar itinerante debe ser tan secreto como el mejunje que nos engancha a la coca-cola.
A Saviano, que se lamenta ahora de todos los cumpleaños que desdeñó en presencia de su familia, en su tierra natal, Nápoles, no le da miedo la muerte. “He tenido y tengo muchos miedos, pero el miedo a morir no lo he tenido nunca. El peor de mis miedos es que consigan difamarme, destruir mi credibilidad, ensuciar aquello por lo que me he arriesgado y pagado un alto precio”.
Para ahuyentar esos miedos, para reforzar su fe en una palabra que sepa desvelar la realidad, Saviano ha publicado ‘La belleza y el infierno’, donde habla de su relación con Rushdie, denuncia el asesinato de la periodista rusa Anna Politkovskaya y vuelve a reiterar su pasión por Messi –ya escribió una columna en Clarín sobre él-.
Cuenta el autor de Gomorra cómo se apiadaron de él los Mossos d’Esquadra en el Camp Nou, cuando acudió a ver al astro argentino al que muchas veces ha comparado con Maradona. Siguiendo el protocolo, querían que viera el partido en una urna blindada. En una cárcel transparente. Ajena a los olores y al ruido ese particular que se genera en un estadio de fútbol. Finalmente lo vio como un aficionado más. No explica nada sobre la sensación, pero seguro que entre el gentío, amparado en el bufandeo del público, uniendo su voz a otras voces, pudo sentirse un poco libre.
Saviano ensalza la trayectoria de ese “jugador con cara de niño que no dice nada de los sufrimientos que padeció durante años, de las inyecciones diarias de hormonas que le permitieron crecer y convertirse en el mejor jugador de nuestros días”. El escritor perseguido desea en un momento de su relato que sus páginas “se pareciesen a una de esas carreras de Lionel Messi hacia la portería contraria, veloz, velocísimo, con el balón pegado al pie”.
Y a continuación plantea su teoría de fútbol, una teoría que cuestiona cuál es casi siempre vista como la esencia verdadera del fútbol:
“Da igual si luego consigue clavarlo en la red o se lo pasa a un compañero desmarcado. Lo importante no es el gol; sino regatear, fintar, no perder el balón”.
Y entonces a uno le da por pensar en el gol de Maradona a Inglaterra, el de Ronaldo al Compostela o el del propio Messi al Getafe. Y uno los busca rápidamente en Youtube. Ve a Ronaldo como un gamo sorteando piernas y agarrones. Observa a Maradona deslizándose por el verde como Paquito Fernández Ochoa. Se deleita con Messi gambeteando tan ágil como una liebre.
Y se da cuenta que cuando a uno se le ponen los pelos de gallina no es en el gol, ese fin último tan preciado, sino en el regate, en la finta, en la explosión de la carrera, en ese Ronaldo obligado a retroceder el cuero para seguir luego su camino con más fuerza si cabe, en la peonza casi invisible que hace el Pelusa en el primer regate para irse de dos ingleses, en la increíble finta de Leo al regatear al portero, cuando ese metro cuadrado se ha convertido en el Paseo de las Ramblas, en una milla inmensa donde poder hacer lo que quiera.
Y entonces a uno le da por pensar que Saviano quizá tenga razón, quizá lo “importante no sea el gol; sino regatear, fintar, no perder el balón”.
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